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La ciudad de las siete corrientes.

 

En las vastas planicies de lo que hoy es el litoral argentino, la historia de una de nuestras ciudades más emblemáticas se forjó entre la voluntad de los hombres y la majestuosidad de la naturaleza. Corrientes, con su nombre arraigado en la geografía fluvial, tiene una fundación que es mucho más que un dato en los anales de la historia. Es un relato de encuentros, resistencias y un suceso que trasciende lo ordinario.

Corría el año 1588. La Corona Española, en su incansable expansión, envió al capitán Juan Torres de Vera y Aragón con la misión de establecer un nuevo asentamiento estratégico. El lugar elegido, a la vera del imponente río Paraná, presentaba una característica única: siete salientes de tierra que se adentraban en el cauce, generando intensas corrientes. Este accidente geográfico, determinante para la navegación y la defensa, dio origen al nombre fundacional: Ciudad de Vera de las Siete Corrientes.

Fue el 3 de abril de ese año cuando se formalizó el acto de fundación, un hito que marcaba la presencia europea en esta porción del territorio. Sin embargo, la tierra ya estaba habitada por los guaraníes, pueblos originarios con profundas raíces en el lugar. Su resistencia a la intromisión fue inmediata y enérgica, tejiendo un escenario de constantes fricciones y enfrentamientos.

En este contexto de tensión y lucha por el territorio, los colonizadores erigieron una gran cruz de madera, símbolo de su fe y de su propósito de permanencia. Esta cruz se convirtió rápidamente en un punto de referencia y en un blanco para los ataques de los guaraníes, quienes buscaban erradicar todo vestigio de la presencia española.

Fue en medio de uno de estos embates que tuvo lugar el suceso que definiría la identidad mística de Corrientes. Los guerreros guaraníes, decididos a destruir el símbolo cristiano, lanzaron flechas incendiarias y antorchas encendidas hacia la cruz con la intención de reducirla a cenizas. Pero, para el asombro de ambos bandos, la cruz no ardió. Las llamas, por más que la envolvían y la lamían, parecían incapaces de consumirla. La madera permanecía indemne, como si una fuerza invisible la protegiera. Incluso se narra que quienes intentaron incendiarla directamente sufrieron quemaduras, mientras el madero se mantenía intacto.

Este prodigio, interpretado por los españoles como una clara señal divina, y sin duda impactante para los guaraníes, marcó un punto de inflexión. La resistencia, aunque no cesó del todo, se vio matizada por la perplejidad ante un hecho inexplicable. Desde entonces, el sitio donde ocurrió este fenómeno fue denominado el Campo del Milagro, y la cruz, la Cruz del Milagro, se erigió en el emblema más sagrado de la fe y la historia correntina.

Así, la fundación de Corrientes no es solo el resultado de una expedición y una decisión política. Es una narrativa entrelazada con la geografía, la valiente resistencia de los pueblos originarios y un acontecimiento extraordinario que se instaló en el corazón de su identidad. Una ciudad que, a la vera del Paraná, sigue llevando en su nombre la fuerza de sus corrientes y en su espíritu el eco de un milagro que el tiempo no ha podido apagar.

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