Cuentan los viejos de la Puna que el General Belgrano, al ver al ejército realista avanzar sobre Jujuy, supo que la batalla estaba perdida. Pero una noche, un viento frío y sabio, el viento del norte, entró en su tienda. No le habló con palabras, sino que le mostró la imagen de un río de gente caminando, dejando la tierra vacía para el enemigo.

Belgrano entendió que no era una huida, sino un sacrificio: la orden del éxodo. El pueblo dudó, ¿cómo abandonar la tierra de sus ancestros? Pero al amanecer del 23 de agosto, un cóndor inmenso voló sobre ellos, y su sombra, llena de tristeza y valentía, guió la marcha.

Los jujeños tomaron lo poco que tenían y se unieron en un solo cuerpo, dejando atrás sus hogares, sus cosechas y sus vidas. No era una retirada, era una ofrenda a la libertad. Se dice que el viento del norte los acompañó todo el camino, volviéndose brisa cuando el sol quemaba y levantando polvo para confundir a los realistas.

Cuando llegaron a Tucumán, agotados pero enteros, Belgrano supo que ya no luchaba solo con un ejército, sino con el alma de una nación entera. Por eso, en Tucumán, la victoria fue un milagro. Fue el triunfo de un pueblo que, con el corazón de una montaña, había elegido ser libre.