En la margen oriental del vasto río Paraná, sobre barrancas que se alzan imponentes, se asienta una ciudad cuyo origen es tan fluido como las aguas que la bañan. Paraná, la capital de Entre Ríos, no nació de la misma manera que otras urbes coloniales, con un acto fundacional solemne y una fecha exacta. Su historia es más bien la de un asentamiento espontáneo, un crecimiento orgánico, forjado por el tiempo, la geografía y la voluntad de sus habitantes.
Corría el siglo XVII. Mientras otras ciudades de la región ya contaban con sus plazas y cabildos, esta zona era un cruce de caminos naturales. Navegantes, comerciantes y colonos, atraídos por la fertilidad de la tierra y la cercanía del gran río, comenzaron a establecerse de manera informal. No hubo un conquistador con espada y estandarte clavando un rollo de justicia. Aquí, los ranchos fueron naciendo uno al lado del otro, las huertas se extendieron y el "Pago de la otra Banda" o "Banda del Paraná" comenzó a tomar forma.
Los jesuitas, pioneros incansables, jugaron un papel crucial en esta etapa. Sus misiones, como la de La Bajada, trajeron orden y un incipiente desarrollo. Fue alrededor de una pequeña capilla dedicada a la Virgen del Rosario donde la vida comunitaria comenzó a afianzarse. Este fue el verdadero núcleo fundacional de Paraná: no un decreto real, sino la fe y la necesidad de agruparse de quienes buscaban un nuevo hogar.
Con el tiempo, aquel puñado de casas dispersas fue ganando entidad. La creciente importancia del puerto natural sobre el río Paraná, puerta de entrada y salida para la producción regional, transformó el humilde asentamiento en un punto estratégico. El ir y venir de barcos y gentes le dio un pulso propio, un dinamismo que otras villas, quizás fundadas con más pompa, aún no poseían.
El siglo XVIII trajo consigo la consolidación. Lo que fuera una simple "bajada" al río, un punto de embarque y desembarque, se convirtió en una aldea. En 1730, un paso fundamental ocurrió cuando el obispo de Buenos Aires, Pedro Fajardo, erigió la Parroquia de la Inmaculada Concepción. Este acto formal, aunque no una "fundación" en el sentido clásico, le otorgó al poblado una organización eclesiástica y un reconocimiento que aceleró su crecimiento. Se trazaron las primeras calles, se delineó la plaza principal alrededor de la iglesia, y el caserío desordenado comenzó a adquirir la fisonomía de una villa.
Paraná, a diferencia de sus vecinas, se forjó sin una fecha precisa de nacimiento en los documentos oficiales. Su origen es una convergencia de voluntades, de migraciones internas, de la atracción irresistible de un río que siempre fue camino y sustento. Su historia es la de un crecimiento orgánico, paciente y constante, hasta convertirse en el centro político y social de una provincia que también lucharía por su autonomía.
Es por ello que cuando hablamos de Paraná, celebramos no solo su presente como capital, sino esa génesis particular, donde la comunidad y el tiempo fueron los verdaderos artífices de su existencia. Una ciudad que, con el viento de la historia soplando sobre sus barrancas, nos recuerda que no todas las historias de fundación se escriben con la misma pluma.